[Edotensei] El elogio a las sombras (1994) de Junichirō Tanizaki


Siempre que en algún monasterio de Kioto o de Nara me indican el camino de los retretes, construidos a la manera de antaño, semioscuros y de una limpieza meticulosa, experimento intensamente la extraordinaria calidad de la arquitectura japonesa. Un pabellón de té es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. 

Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shōji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir.

El maestro Sōseki, al parecer, contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico; pues bien, para apreciar de pleno este placer, no hay lugar más adecuado que esos retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las sencillas paredes de superficies lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje.

A riesgo de repetirme, añadiré que cierto matiz de las cosas en cada una de las cuatro estaciones y los antiguos poetas de haikú han debido de encontrar en ellos innumerables temas.

Por tanto, no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron de forma paradójica transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, de manera deliberada, han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento.

Los inconvenientes, si hay que encontrar alguno, serían su alejamiento y la consiguiente incomodidad cuando hay que desplazarse hasta ahí en plena noche, además del peligro, en invierno, de resfriarse; no obstante, si, para repetir lo que dijo Saitō Ryoku³, «el refinamiento es frío», el hecho de que en esos lugares reine un frío igual al que reina al aire libre sería un atractivo suplementario.

Me desagrada soberanamente que en los cuartos de baño de estilo occidental de los hoteles lleguen incluso a poner calefacción central. […] 

No es que tengamos ninguna prevención a priori contra todo lo que reluce, pero siempre hemos preferido los reflejos profundos, algo velados, al brillo superficial y gélido; es decir, tanto en las piedras naturales como en las materias artificiales, ese brillo ligeramente alterado que evoca irresistiblemente los efectos del tiempo. «Efectos del tiempo», eso suena bien, pero en realidad es el brillo producido por la suciedad de las manos. 

Los chinos tienen una palabra para ello, «el lustre de la mano», los japoneses dicen «el desgaste»: el contacto de las manos durante un largo uso, el roce, aplicado siempre en los mismos lugares, produce con el tiempo una impregnación grasienta; en otras palabras, ese lustre es la suciedad de las manos.

Esto explica que al aforismo que reza: «el refinamiento es frío» se le haya podido añadir «... y algo sucio». Sea como fuere, es innegable que en el buen gusto del que alardeamos entran elementos de una limpieza algo dudosa y de una higiene discutible. Al contrario que a los occidentales que se esfuerzan por eliminar radicalmente todo lo que sea suciedad, los extremo-orientales la conservan valiosamente y tal cual, para convertirla en un ingrediente de lo bello. 

Es un pretexto, me dirán ustedes, y lo admito, pero no es menos cierto que nos gustan los colores y el lustre de un objeto manchado de grasa, de hollín o por efecto de la intemperie, o que parece estarlo, y que vivir en un edificio o entre utensilios que posean esa cualidad, curiosamente nos apacigua el corazón y nos tranquiliza los nervios.

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Jun'ichirō Tanizaki, nació en Chuo, Tokyo, el 24 de julio de 1886 y falleció en Yugawara, Prefectura de Kanagawa el 30 de Julio de 1965. 







Obra de Shin Noguchi, extraída de la pág. www.thisiscolossal.com
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